Por Gabriel Gómez Szmulewicz
L a cordillera en tanto paisaje emergido- debe sus formas no solo a la fuerza interna de la tierra capaz de levantar bloques enormes de roca madre, sino también a todos los agentes erosivos que la atmósfera proporciona. Estas dos fuerzas conjuntamente y de manera empecinada, actúan por tiempos mucho más extensos que los tiempos del humano. A pesar de que existen pulsos de mayor actividad en uno y en otro, ambos parecen actuar sincrónicamente en la formación del paisaje montañoso.
Hace tiempo ya que habíamos discutido la idea de cruzar los Andes a los 33° S y de oeste a este. Sin bien existen ahora muchas alternativas para llegar de Chile a territorio argentino, ninguna de ellas exige enfrentarte a rostro descubierto, con la enorme montaña que separa estos dos pueblos. Históricamente siempre ha habido una conexión entre los arrieros de aquí y de allá buscando los mejores pastos, las vegas más verdes o intercambiando productos de conveniencia como el tabaco y la yerba mate. Ya casi ha desaparecido esta costumbre, al menos en Chile Central, los de aquí se quedan aquí y los de allá hacen lo mismo.
La sola idea de atravesar una cordillera es algo alentador, algo que podría formar parte tal vez del imaginario de una aventura. No pensábamos exactamente qué situaciones íbamos a enfrentar, pero suponíamos que nos acercaríamos al ambiente andino, a todo eso que describen como quebrado y frío. Era en esos paisajes donde queríamos perpetuar la caminata, queríamos sinceramente olvidar el cotidiano pensamiento de la ciudad para ver si nos encontrábamos con lo que nuestros antepasados pudieron vivir en algún tiempo no tan remoto.
Por mi parte siempre estuve ligado a la montaña andina, siempre vi -con ojos que fueron cambiando- la forma aparentemente fija de la cordillera. La montaña ha sido un amplio refugio que alberga la expectativa de caminar libre de pesos odiosos, libre de todas las ideas que se fueron acumulando y que ahora no son más que lastres. Los valles de esta cordillera en cambio se adentran a todo el vacío que permiten los paisajes inertes.
Cuando entro en el Cajón de Maipo voy progresivamente entendiendo la real magnitud de los ambientes despoblados, veo a cada paso formas y construcciones en cuya génesis sólo ha actuado la fuerza caótica de los procesos terrestres, no hay disposición alguna que responda a la voluntad humana, es sin nada más, “El Páramo”. Con esta imagen he caminado kilómetros sobres senderos pedregosos, crucé varios ríos y remonté algunas laderas con el fin de alcanzar una vista privilegiada, fui también a las cumbres. Nunca en todos estos años de exploración de la cordillera he sentido hastío, por el contrario cuando estoy sumido en lo cotidiano añoro con fuerza esos valles cerrados que alguna vez me rodearon y protegieron.
Estaremos entonces, en la mitad del viaje y si todo anda bien, totalmente cubiertos de distancias vacías de humanos, será ahí cuando tendremos que enfrentarnos al sol terrible del mediodía para seguir camino. No sólo habrá piedras bajo nuestros zapatos, habrá una pendiente sólida, una concreción irregular de caminos, ríos gélidos cortarán el sendero para convertirlo en un torrente, habrá también muchas esquinas donde acumular pensamientos, pero ante todo estaremos despiertos y sabremos cómo sostenernos.