Por María José Labarca
Bajo la consigna de justicia energética, a través de mecanismos territoriales de soberanía energética se podría desmonopolizar la generación y distribución de electricidad y diversificar la matriz energética desde y para las y los habitantes, otorgando energía segura, ininterrumpida, limpia y asequible bajo el control de la comunidad para su propio bien común energético y sustentable.
María José Labarca
C omo derecho humano, el acceso a la energía se plantea tanto como un derecho de segunda generación, vinculado al derecho a una vivienda digna y a los derechos de solidaridad, al desarrollo y al medio ambiente limpio.
En este sentido, la discusión de su rol en la vida cotidiana y en nuestra futura carta magna es esencial, considerando que el acceso, la fluctuación de su valor, calidad y seguridad de su suministro, pueden develar precariedad en la calidad de vida. Desde aguantarse el frío en el invierno hasta el sobrecargo de la cuenta eléctrica para las personas que habitan su vivienda las 24 horas (situación que se agudizó tras la crisis sanitaria Covid-19). Así, la accesibilidad y asequibilidad de servicios básicos se volvieron centrales, enrostrando la fragilidad del sistema (ecosistema) que requiere de garantías estatales y estructurales ante crisis y colapsos.
Tanto antes, como durante y después de la crisis, el costo de la vida asociado al alza de los cobros de los servicios básicos ha generado la sensación de no estar pagando lo justo, considerando que las alzas de las cuentas de electricidad en Chile son unas de las más altas de Latinoamérica. Lo que ha llevado a que una parte importante de la población haya aprendido a vivir en precariedad o pobreza energética, entendida como la incapacidad de satisfacer las necesidades energéticas, o en otras palabras, como la incapacidad de costear este ítem (o endeudamiento).
El descontento de las personas con el sistema eléctrico se acentuó el año 2019 tras el cobro del medidor inteligente (cobro que no estaba contemplado desde un principio), el aumento en un 20% de las cuentas de electricidad en junio del mismo año y un segundo aumento del 10% en el mes de septiembre. Como si no hubiera sido suficiente, a principios de octubre de ese mismo año se comenzó a discutir el alza de la electricidad. La seguidilla de alzas (no sólo eléctricas) tocaron fondo tras el estallido social del 18 de octubre, donde las manifestaciones sociales clamaban por dignidad, justicia social y denunciaban el alto costo de la vida. Así, 11 días después del estallido, el 29 de octubre el alza en la tarifa eléctrica fue congelada con sentido de urgencia por el presidente.
Al año siguiente, como consecuencia de la crisis sanitaria por el Covid-19, que significó la pérdida de empleo de gran parte de la ciudadanía, se permitió aplazar el cobro de las cuentas de electricidad para las familias que acreditaran pérdida de ingresos, con la consecuencia de la acumulación de una deuda sin intereses, que tarde o temprano se debería pagar. En el mismo contexto sanitario, a comienzos de 2021 se eliminó de forma transitoria la tarifa nocturna (la más alta). Aunque estas medidas impulsadas por el Ministerio de Energía han sido de gran ayuda, no atacan uno de los problemas de fondo, que es la estructura de los sistemas de distribución y generación eléctrica.
Sumado a los altos costos de la energía eléctrica, la seguridad del suministro se ve cuestionada con cada corte ocasionado por las inclemencias del tiempo, tanto en invierno como en verano, lo que se ha agudizado con el cambio climático. El ejemplo más cercano fue el evento de precipitaciones excepcionales de febrero del 2021 en la zona central que afectó la infraestructura eléctrica y generó cortes en el suministro, impactando especialmente a comerciantes y a personas electrodependientes, quiénes no recibieron de manera diligente baterías por parte de algunas concesionarias. Dentro de las comunas afectadas, algunas como Puente Alto incluso pidieron a la Compañía General de Electricidad S.A. (CGE) abandonar el contrato de distribución, debido a los constantes episodios de corte de suministro. Esto se suma al cúmulo de denuncias realizadas al Servicio Nacional del Consumidor (SERNAC) por cortes indebidos durante el primer semestre del año 2020, que subió a más del doble que el año anterior, en medio de una situación crítica y cuando la mayoría de las comunas de la ciudad metropolitana de Santiago se encontraban en cuarentena, contribuyendo a la percepción de injusticia estructural por una mala gestión del cobro.
A pesar de lo anterior, la crítica al modelo de distribución, seguridad y fijación de precios parece no haber estado en el radar de los gobiernos tras volver a la democracia, sobre todo si se pide dignidad y empoderamiento del territorio. En Chile las personas no tienen libertad de elegir la compañía eléctrica de su preferencia, viéndose obligadas a consumir en un mercado abusivo, caracterizado por el oligopolio y privatización de las empresas de distribución eléctrica, las cuales se encuentran zonificadas espacialmente a través de concesiones. A esto se suma que la legislación actual[1] permite a las empresas de distribución eléctrica ajustar cada seis meses sus tarifas. Esta situación se gestó en la Constitución de 1980 que permitió la privatización de los servicios básicos, propiciando en el año 1986 el proceso de privatización de una de las principales empresas de distribución de electricidad estatal Chilectra (y sus símiles)[2].
El modelo neoliberal impuesto solo mantiene en cautiverio a los clientes, no existe ni libertad ni diversidad, el sólo hecho de diversificar los distribuidores de electricidad en el mismo espacio geográfico permitiría regular su valor mediante la competencia, siempre bajo la supervisión del Estado.
Ante lo expuesto, como propuesta primaria estatizar al menos la distribución de la electricidad es bastante sensato, considerando que se demanda mayor control, regulación y empoderamiento del territorio impactando en la calidad de vida y dignidad energética de las y los habitantes.
Por otra parte, la situación del país en la transición energética posiciona a escala internacional a Chile como líder del ranking de Bloomberg 2020 como mejor país para invertir en generación de energías renovables no convencionales (ERNC), con la mayor proyección en ERNC solar del mundo, donde el Ministerio de Energía tiene como meta llegar al 70% de ERNC al 2030. No obstante, a pesar de estar en vías de cierre las plantas de generación de energía a carbón, aún persisten los impactos de las zonas de sacrificio, donde el Estado produce población socio-ambientalmente vulnerable, por lo que el traspaso de los beneficios energéticos y económicos no son percibidos como tal a sus habitantes en la distribución de estos, tanto en el costo como en las garantías de seguridad.
La transición energética a escala local ha sido lenta, existen proyectos de eficiencia energética y facilitación de placas de generación solar para las viviendas y colegios, pero sigue siendo insuficiente, con iniquidades en la compra de la energía por parte de las distribuidoras, ya que como habitante/generador (a escala residencial) la inyección y venta de energía al sistema tiene un valor de mercado que no toma en cuenta la escala, por lo que existe inequidad en la venta.
A pesar de lo expuesto, ha crecido cada vez más la necesidad de empoderarse del territorio en búsqueda de alternativas que están relacionadas con la cooperatividad a escala humana como método de respuesta a la inestabilidad de la distribución eléctrica y en sincronía a las necesidad de generar el menor impacto socioambiental en sintonía con un consumo consciente y bajo el bien común.
En este camino hay algunas iniciativas de justicia social que se desarrollan en el territorio relacionadas con la energía, principalmente en la reducción del costo de la electricidad en los hogares. Bajo la consigna de justicia energética, a través de mecanismos territoriales de soberanía energética se podría desmonopolizar la generación y distribución de electricidad y diversificar la matriz energética desde y para las y los habitantes, otorgando energía segura, ininterrumpida, limpia y asequible bajo el control de la comunidad para su propio bien común energético y sustentable. Esta medida, junto con una alfabetización ambiental y energética otorgada de manera formal desde la escuela primaria a todo nivel educativo, nos permitiría como sociedad desarrollarnos, satisfaciendo necesidades en decrecimiento[3].
Esta medida y alternativa que considera el escenario de cambio climático y reducción de los recursos, democratiza la generación y distribución de energía, co-funcionando y/o suprimiendo el efecto de la ideología neoliberal en la gestión de la energía eléctrica, abriendo las posibilidad de elegir o complementar el sistema energético por el que opte un municipio, la comunidad o un grupo de individuos. Es más, como se trata de un recurso fundamental, la democratización es parte de hacer justicia social en el reparto equitativo de servicios para disminuir la pobreza por privación, calidad o asequibilidad. La gestión comunitaria otorga una solución contemporánea y enriquece el tejido social en pos de satisfacer las necesidades básicas con un estándar moderno y digno.
En esta línea, el rol de la unidad territorial de la comuna como parte de sistema de distritos y barrios posee la capacidad de focalizar las necesidades específicas del espacio que habitan sus ciudadanos, generar programas y facilitar herramientas a las comunidades de ésta, como parte de un ecosistema. Por lo tanto, las reformas de la Constitución deben estar apuntadas a darles mayor poder de gestión y autonomía a los municipios, y así estos vinculen la gobernanza local de sus comunidades, donde la calidad de vida este asociada a las demandas ecológicas y energéticas.
Los municipios y su gobernanza propician la generación de un modelo cooperativo que se puede aplicar en la instalación de paneles solares en los techos de las viviendas de una comuna, distrito o barrio, los que podrían ser costeados por la municipalidad o entidad que reducirá los gastos en electricidad y proporcionará energía gratuita a los hogares beneficiados, donde todos ganan en la escala en que se aplica el sistema. El modelo deberá estar abierto a los cambios tecnológicos tanto de fuentes como de técnicas, lo que a su vez generaría empleo local.
La idea no es nueva, nace de una necesidad en varios países donde la municipalización, democratización y soberanía energética busca la diversidad de actores, como ocurre en Alemania donde los consumidores pueden elegir la empresa distribuidora de electricidad o a través del control de la distribución de la energía por parte de los municipios. En España las cooperativas están en auge, la asociación Xarca acuña el término soberanía energética inspirada en la soberanía alimentaria, el derecho de los individuos conscientes, las comunidades y los pueblos a tomar sus propias decisiones respecto a la generación, distribución y consumo de energía, de modo que estas sean apropiadas a las circunstancias ecológicas, sociales, económicas y culturales, siempre y cuando no afecten negativamente a terceros.
En este sentido, la municipalización de la energía o la multiescalaridad en la generación y distribución otorga pertenencia, diversifica y dinamiza el sistema centralizado y oligopólico, otorgando una vía de seguridad en el suministro, en la regulación de los precios que responden a las vicisitudes que surgieron y vendrán ante los escenarios de colapso que nos depara el futuro y como una forma de gestionar la incertidumbre desde la escala local como vía de mantenimiento en un sistema socioecológico donde cada una de las partes distribuidas aportan al sistema general, a la solidaridad y a la cooperación de la sociedad a escala local. Asimismo, la co-generación de energía podrían ayudarnos, junto a un Estado al mando de las empresas de energía, a fomentar, vincular y cooperar, como reivindicación de la escala humana y su dignidad.
[1] D.F.L 1, fecha publicación 13-sep-1982, Ministerio de Minería, aprueba modificaciones al D.F.L. n° 4, de 1959, Ley general de servicios eléctricos, en materia de energía eléctrica.
[2] Empresa que data de 1921 tras la fusión de la sociedad Chilean Electric Tramway and Light Co. (1889) y la Compañía Nacional de Fuerza Eléctrica (1919)
[3] El decrecimiento es una respuesta a los modelos económicos tradicionales que conciben que la economía que puede crecer indefinidamente a expensas de los límites planetarios. Propone una disminución del consumo de los recursos materiales y energéticos, junto con su utilización óptima para el desarrollo.