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Biodiversidad, extractivismo y nueva Constitución

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El proceso constituyente nos brinda la oportunidad de revisitar las estrategias que queremos adoptar para proteger a la naturaleza. Este proceso nos permite pensar en futuros abundantes de vida, al contrario de nuestro actual modelo basado en la economía extractiva y la desvalorización de la naturaleza.

Fernanda Rojas Marchini

Ilustración por Rosario Oyanedel

 
 
La economía extractiva se estructura sobre la base de jerarquías raciales, de género y de clase. Para mantener viva esta economía se requiere de la constante devaluación – y deshumanización – de quienes están en contacto directo con la extracción. Trabajadoras/es y comunidades aledañas que viven día a día la violencia lenta del capitalismo global.

Fernanda Rojas Marchini

¿ A qué nos enfrentamos?

Las cifras que dan cuenta de la crisis ecológica y el cambio ambiental son aterradoras. Investigadores de la Universidad Nacional de México y Stanford advierten de un “pulso masivo de pérdida de especies” configurado por una “epidemia global” donde se extinguen poblaciones completas de organismos – cerca de un tercio de las especies vertebradas se encuentran en declive, con sus poblaciones en rápida disminución. Incluso especies fuera de la clasificación “en peligro,” otorgada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, están disminuyendo rápidamente sus poblaciones.

En otro frente, la última negociación de París (2016), dedicada a comprometer a los países miembros a disminuir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), componente clave en la pérdida de biodiversidad, cerró con el compromiso escueto de limitar el calentamiento global a 2 grados Celsius, contraviniendo la recomendación del Panel Intergubernamental de Cambio Climático y muchas organizaciones civiles que demandaban un límite obligatorio de 1,5 grados. Es más, de seguir en la misma trayectoria de hoy, estamos ad-portas de un aumento de entre 4 y 6 grados. Para ilustrar el impacto de esta cifra – que podría sonar conservadora – la última era glacial registró una diminución global de 4,3 grados respecto de la temperatura global actual. Medio grado claramente importa.  

Mientras científicos nos alertan del precio que vamos a pagar por la destrucción del “único ensamblaje de vida que conocemos en el universo,” los acuerdos multilaterales son débiles y dan cuenta de una desconexión material con el problema en cuestión. ¿Cómo salimos de esto? ¿Cómo detenemos el eco-genocidio rampante que ha traído la adicción al crecimiento económico, a los combustibles fósiles y al extractivismo?

El peligro de traer evidencia científica al debate ambiental es que suele provocar una sensación de desesperanza y terminamos desconectándonos del problema, sintiendo que hagamos lo que hagamos, todo igual va a colapsar. Pero la desesperanza nos distrae de pensar en posibles soluciones y es en las soluciones donde debemos enfocarnos.  Sin embargo, no podemos hablar de soluciones sin primero examinar lo que las agencias intergubernamentales “del desarrollo” han promovido en las últimas tres décadas.

¿Vender a la naturaleza para salvarla?

La primera reunión global organizada por la Convención de la Diversidad Biológica, también conocida como la “Cumbre de la Tierra,” llevada a cabo en Río de Janeiro en 1992, materializa un enfoque bastante particular. Se establece una geopolítica ambiental en la cual países “desarrollados” lideran y financian a países “subdesarrollados” y “en vías de desarrollo” para aplicar medidas contra la pérdida de biodiversidad.  Además, se introduce la principal estrategia para enfrentar la pérdida de biodiversidad: las herramientas de mercado.  De acá en adelante y con la creación de los fondos GEF (Global Environment Facility) y la entrada del Banco Mundial, las soluciones promovidas – y financiadas – han dado vueltas sobre la misma lógica: es por medio de la inversión privada y la creación de mercados que podremos frenar la pérdida de hábitats, disminuir las emisiones de GEI y recuperar lo poco que va quedando de vida no-humana. Este enfoque sigue en pie y está lejos de sacudirse, a pesar de contar con evidencia contundente que sugiere revisión. En un informe publicado por The Third World Netwok, junto a un equipo de investigadores presentamos las principales dificultades que ha enfrentado la movilización de recursos acordada por la Convención de la Diversidad Biológica. Uno de los mayores obstáculos ha sido un exceso de confianza en que los mercados solucionarán la falta de recursos para combatir la pérdida de biodiversidad, cuando décadas de intentos los ponen en tela juicio.

Veamos el caso de los mercados de carbono. Éstos no están regulados bajo un estándar mundial, pese a que la COP del clima realizada en Madrid en 2019 – luego de ser removida de Chile a causa del estallido social– debía subsanar esto mediante el conocido Artículo 6. No hubo acuerdo ni tampoco se pudo zanjar el tema de la distribución de responsabilidades en el calentamiento global. Así es, hay países que tiene una enorme responsabilidad, mientras que otros han participado mucho menos en las emisiones de GEI pero están enfrentando los impactos más severos del cambio climático, como lo demuestra un estudio reciente publicado en The Lancet. El resultado en torno al Artículo 6 es visto por muchas/os en el mundo ambiental como el fracaso de los mercados de carbono. Pero no es nada nuevo. Un reporte publicado el año 2010 ya lo advertía, adjudicándole fallas de origen y corrupción entre oferentes y demandantes.[1]

El programa REDD+ (Reducción de las emisiones derivadas de la deforestación y degradación de los bosques) también ha tenido una trayectoria controversial. Promovido por prácticamente todas las agencias intergubernamentales y bancos multilaterales, REDD+ fue puesto en marcha el 2005 para materializar los Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL) y hoy es promovido como una solución al cambio climático basada en la naturaleza. Pero este programa no ha logrado frenar la deforestación y degradación de los bosques ni tampoco disminuir las emisiones de CO2. En cambio, REDD+ ha impactado territorios completos donde se registran conflictos con comunidades que dependen de los bosques – ahora cercados para secuestrar carbono – y que han visto sus vidas afectadas por los monocultivos extensivos. 

La conclusión a la que algunas/os investigadores han llegado luego de examinar programas como REDD+ es que a pesar de querer reducir la pérdida de bosques y otros ecosistemas, estos esquemas terminan autorizando el consumo de combustibles fósiles, la degradación de ecosistemas y finalmente la acumulación capitalista y la concentración de riqueza. Pese a que no hay evidencia suficiente para declarar ni le éxito ni el fracaso de REDD+, las Naciones Unidas y el banco Mundial siguen empujando por estos esquemas, confiando en que más mercado y más inversión privada nos permitirán cuidar lo poco que va quedando; en palabras simples, confiando en que vender a la naturaleza nos permitirá salvarla, como expuso la investigadora Kathleen McAfee en 1989.

Chile no ha estado al margen de estas estrategias. El estado entró en el programa REDD+ en el año 2014 y ha sido un país modelo gracias a sus 13 millones de hectáreas de bosque nativo. Sin embargo y siguiendo los resultados comentados arriba, el país ha perdido bosque nativo sostenidamente desde el año 1970; pérdida que afecta también a los bosques de mayor diversidad, los que han sido reemplazados mayormente por plantaciones forestales exóticas. Estas plantaciones contaron en su mayoría con subsidios y exenciones tributarias por casi 40 años – el conocido Decreto 701, inaugurado en dictadura. Además, el actual gobierno está cerca de finalizar un ciclo de reformas a la institucionalidad ambiental que comenzó el año 2010 con la inauguración del Ministerio de Medio Ambiente. Se trata de la creación del Servicio de la Biodiversidad y Áreas Protegidas, unidad que albergará herramientas económicas para incentivar la inversión privada en conservación. Estas herramientas seguirán una lógica similar y, pese a que movilizarán recursos monetarios, sabemos – a la luz de más de 20 años de evidencia – que no será suficiente para superar la crisis ecológica.

Economía extractiva e injusticia ambiental

Debemos atender a las verdaderas causas de la degradación y el calentamiento global: los monocultivos forestales intensivos, la pesca industrial de arrastre, el consumo de combustibles fósiles y la minería industrial, entre otros, junto a los subsidios que muchos Estados entregan para promover estas prácticas dañinas para el medio ambiente. Pero mirar estas causas implica también prestar atención al sector bancario que trabaja al alero de los Estados. Un estudio reciente demuestra que, para prevenir la extinción de la biodiversidad, los bancos deben en primer lugar dejar de financiarla. Los bancos sostienen las actividades propias de una economía extractiva, es decir, todas las industrias, actores y flujos financieros, así como también procesos económicos, materiales y sociales vinculados a la extracción globalizada de recursos naturales.

Profundizando en el concepto de extractivismo, un reporte de las Naciones Unidas titulado “El Extractivismo global y la igualdad racial” evidencia mediante casos de estudio cómo la economía extractiva se estructura sobre la base de jerarquías raciales, de género y de clase. Para mantener viva esta economía se requiere de la constante devaluación – y deshumanización – de quienes están en contacto directo con la extracción. Trabajadoras/es y comunidades aledañas que viven día a día la violencia lenta del capitalismo global.

Quienes pueden hablar con mayor conocimiento sobre la urgencia climática y la crisis ecológica son quienes viven los impactos de la economía extractiva. Principalmente Pueblos-Nación originarios como por ejemplo los Licanantay y Mapuche que han enfrentado el despojo de tierras, la escasez hídrica y los incendios forestales, al tiempo que son marginados de las decisiones que rigen sobre sus territorios. Defensoras/es de la tierra, lideresas y machis se han organizado para presionar por cambios profundos y necesarios. Pese a sostener vínculos con la economía extractiva y estar expuestos a los ciclos de expansión y contracción del capital, muchas comunidades indígenas y no-indígenas nos muestran que sí se puede abandonar el crecimiento económico ilimitado, que el trabajo y las relaciones con la tierra y el territorio priman por sobre la acumulación y que todos los seres tenemos igual derecho a la vida: “toda la vida sin excepción,” como lo expresa la ciencia mapuche en su concepto Itrofill Mogen. Es nuestra responsabilidad escuchar y apoyar las demandas indígenas y empujar con los Pueblos-Nación Originarios los cambios que necesitamos, a la par que revisamos críticamente el rol de la economía extractiva y le exigimos a nuestro Estado e instituciones financieras una mayor rendición de cuentas por el rol que han tenido en la extinción de la biodiversidad. En línea con lo señalado por el investigador Oscar Reyes, debemos cambiar las finanzas (y los Estados), no el clima.

El proceso constituyente es una oportunidad para demostrarnos que podemos alterar nuestra actual trayectoria. Podemos avanzar hacia sociedades plurinacionales y justas con el medioambiente, con instituciones que se hagan responsables por sus actos. No hay tiempo para seguir cometiendo los mismos errores.  

[1] Para el caso europeo, la sobreasignación de permisos de emisión desplomó los precios de los permisos y con ello eliminó los incentivos para bajar las emisiones.

   

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