Por Macarena Martinic
Los ecofeminismos son propuestas y prácticas políticas cuyo motor principal es la lucha por un mundo, una nueva realidad, en el que se priorice el cuidado y la sostenibilidad de la vida, por sobre las ganancias del mercado.
Macarena Martinic
H acia una Constitución que acoja la vida humana y no humana
Con el cuestionamiento a la Constitución del ‘80 se inicia un proceso constituyente que luego se hace consigna en el estallido social y se materializa, finalmente, en la elección de una convención constitucional y 155 constituyentes.
El proceso anterior se inserta en un contexto de múltiples crisis—sociales, económicas, políticas— todas profundizadas por la pandemia, y que revelaron un modelo de Estado enfermo, que no da el ancho a las necesidades de quienes habitamos en él.
En Chile somos—nos guste o no— el resultado de una tradición occidental que, desde la eurocéntrica denominación “modernidad”, viene priorizando ciertos cuerpos y vidas por sobre otras, todo en pos del acrecentamiento de un determinado modelo: el capitalismo.
En nombre de la racionalidad, se forjó el ejercicio propio de un sistema patriarcal y occidental de pensarnos en términos duales y jerárquicos: femenino/masculino; naturaleza/cultura; razón/emoción; naturaleza/hombre. De ahí es que se hereda una concepción residual -en relación a lo masculino- de lo femenino: la otra. Así, las mujeres son relegadas a un segundo plano: condenadas a la esfera privada oculta y no relevada, en el cual se desarrollan las labores domésticas y de cuidado; en oposición al hombre, que era productivo, racional y ser exclusivo del espacio público.
En el mismo sentido, la naturaleza se situó en un plano de alteridad; la salvaje y la carente de racionalidad y -por tanto- de un fin de en sí mismo; en oposición al hombre racional, capaz de producir mercancía a partir de ella y, de esa forma, decidir y someter su destino a fines mercantiles.
Fundamental es comprender que producto de las anteriores dualidades imperantes, la organización de la realidad no es ni ha sido neutra, sino que se ha alineado de forma jerárquica, con el objeto de imponer un determinado modelo de sociedad. Así, bajo aquella comprensión, ambas -tanto naturaleza como mujeres- serían racionalmente inferiores y apropiables, derivando en una histórica subordinación que, hasta el día de hoy, continúa aferrándose a todas nuestras instituciones.
Aquella forma de concebir la sociedad perdura y ha devenido en un modelo basado en la acumulación de mercancía, la mercantilización de todas las esferas de la vida y la extracción de los mal denominados “recursos naturales”. Este modelo, para su funcionamiento rentable, requiere necesariamente invisibilizar todos aquellos aspectos que sostienen la vida, exceptuando aquello que se considera “productivo”, por tratarse -supuestamente-, del motor del sistema.
Bajo este modelo capitalista y extractivista, por un lado, se aprovecha -de forma no remunerada- del trabajo que históricamente se ha naturalizado y recaído en el rol de las mujeres (hoy también en otros cuerpos y, aún más, sobre las mujeres racializadas y precarizadas). Esto implica que las labores de cuidados son marginadas del mercado y consideradas como labores “no productivas”, -como es la crianza o el cuidado de un enfermo- o bien, precarizadas dentro del mismo.
En el otro, el sistema subordina el destino de la naturaleza a los fines de un crecimiento que prioriza la extracción de los mal denominados “recursos naturales”, sin considerar los ciclos, la capacidad de regeneración y, por tanto, los límites de la naturaleza. De ese modo, el éxito de un modelo extractivo depende de la invisibilización de los ecosistemas y sus funciones, al no considerar, por ejemplo, el rol de la vegetación en la absorción de carbono, la labor que cumplen los humedales en el control de inundaciones, la recarga de napas subterráneas, la estabilización de las costas y la protección contra marejadas, así como muchas otras funciones ecosistémicas constantemente olvidadas.
La Constitución del ‘80 es el fiel reflejo de lo anterior, consagrando un sistema neoliberal, con una matriz extractiva en su producción.
En términos de propiedad, la Constitución asienta las bases de un régimen de gestión de la naturaleza, privilegiando la propiedad privada, el valor de la libertad económica y el principio de subsidiariedad, por sobre la protección de bienes comunes y un régimen que proteja a los mismos, que priorice su conservación y sostenibilidad.
Por otra parte, si bien ha significado grandes avances en algunos casos, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación contemplado en nuestra Carta fundamental, en su ejercicio, se ha visto restringido por las Cortes exclusivamente a individuos, cuyo derecho se ha visto afectado y donde se exige la demostración de una vinculación entre la afectación al derecho y una persona determinada. Esto se traduce en la exigencia de un vínculo no siempre evidente, y la exclusión en la posibilidad de recurrir colectivamente (como es en la generalidad de los casos cuando se trata de un bien común), o de recurrir por acciones que afecten al medio ambiente cuando no hay personas involucradas. Lo anterior, más que dar cuenta de posibles falencias en una acción de protección, evidencia la carencia de un contenido distinto a la ya contemplada, que nos permita avanzar en un reconocimiento y protección del valor intrínseco de la naturaleza.
Finalmente, la Constitución del ‘80 únicamente reconoce una igualdad de las personas en términos formales, es decir, sin hacerse cargo de que esta igualdad tenga una bajada concreta y se condiga con la realidad. La violencia hacia las mujeres y disidencias aumenta, las brechas salariales y el desigual ingreso al trabajo remunerado persisten, no existen derechos sexuales y reproductivos reconocidos, así como tampoco principios que apunten a incorporar una perspectiva de género en el diseño de políticas públicas.
¿Es posible revertir tantos años de historia y profundización de un modelo que precariza a las mujeres y destruye a los ecosistemas en tan solo una Constitución? Precisamente, por ahí se comienza y en esa lucha los planteamientos provenientes de la intersección entre la ecología y el feminismo son fundamentales.
Los ecofeminismos son propuestas y prácticas políticas cuyo motor principal es la lucha por un mundo, una nueva realidad, en el que se priorice el cuidado y la sostenibilidad de la vida, por sobre las ganancias del mercado. Para ello, se requiere construir una igualdad material en la que nos entendamos todas, todos y todes como integrantes y cuerpos habitantes de un tejido mayor, revirtiendo la fisura histórica entre naturaleza y seres humanos. Ello nos permitiría valorizar la reproducción de la vida en todos sus aspectos y en un sentido abrasador del medio ambiente.
Según Yayo Herrero -y hoy de manera generalizada desde diversos ecofeminismos-, lo anterior se resumen en dos grandes premisas:
(1) somos ecodependientes: las personas también somos medio ambiente. En ese sentido, debemos reproducir la vida humana de una forma dialogante con la naturaleza y la vida no humana, comprendiendo sus ciclos y límites planetarios.
(2) somos interdependientes: somos cuerpos vulnerables que envejecen y se enferman. Por ellos es que, sin excepción alguna, requerimos cuidados en algún momento de nuestras vidas y es nuestra pertenencia a una colectividad la que nos asegura ese cuidado.
¿Cómo podrían plasmarse esos principios en una Nueva Constitución?
Sin perjuicio de la necesidad de incorporar otra serie de derechos fundamentales y principios, me gustaría priorizar dos ejes centrales para una nueva carta fundamental, que acoja este nuevo paradigma: el derecho al cuidado y el reconocimiento de los derechos de la naturaleza.
El primero de ellos se refiere a la necesidad de reconocer el cuidado en sociedad. Según Karina Batthyány, quien coordinó el compendio de experiencias “Miradas Latinoamericanas a los cuidados”, reconocer el cuidado implica garantizar, a su vez, tres aspectos: (1) el derecho a recibir cuidados siempre que sea necesario (ya sea por edad, condición o cualquier otra circunstancia); (2) la libre elección de cuidar (evitando que esta labor recaiga sobre mujeres de forma no remunerada) y (3) la valorización de los trabajos de cuidados en el ámbito productivo remunerado, junto con el aseguramiento de condiciones laborales dignas.
El reconocimiento de las labores de cuidados y su significancia para la reproducción de la vida implica entendernos como cuerpos vulnerables e interdependientes, que- sin excepción alguna- requerimos cuidado en algún momento: ya sea por el avance natural de la vida y el tiempo en nuestros cuerpos (como es la crianza o el cuidado de un anciano/a) o producto de una contingencia (como podría ser en el caso de un accidente que reduzca la movilidad de alguien o la instalación de un proyecto extractivo que eleve los índices de contaminación atmosféricas en el cuerpo y aumente las enfermedades).
Por otro lado, los derechos de la naturaleza suponen reconocer a la naturaleza como sujeto jurídico de derechos y, como prescribe la Constitución de Ecuador del 2008, el respeto integral “a su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. Con la reivindicación de la naturaleza como sujeto de derechos no solo aseguramos su protección, si no que nos alejamos de la concepción errada sobre la cual descansa nuestra sociedad occidental bajo la cual nos entendemos de forma disociada y no como parte del medio ambiente, entendiéndolo como una contraparte y no como una subordinada.
Avanzar en un nuevo paradigma de igualdad y comprensión de nuestra relación con la naturaleza ya no solo es una alternativa, sino una exigencia en un escenario de profundización constante de una crisis multisistémica. En ello, ambos derechos son fundamentales para una Constitución Ecológica y Feminista, que sitúe la sostenibilidad de la vida humana y no humana en el centro.