Por Rodolfo Quiroz Rojas
Los y las actuales constituyentes debiesen plantearse un cálculo ecológico, democratizador y productivo a largo plazo del régimen territorial del país. Un programa productor/traductor del funcionamiento coexistente de las unidades territoriales, que pueda desdibujar los actuales límites y fronteras, restringiendo los enclaves autoritarios y decimonónicos, pero, sobre todo, abriendo y creando otros dispositivos técnicos, comunitarios y deliberantes, acordes al proceso constituyente que aspira a la constitución de derechos colectivos y territoriales.
Rodolfo Quiroz Rojas
A diferencia de otras ciencias sociales, la geografía en Chile carga sus propios dispositivos que limitan su accionar en cuanto potencial colectivo de cooperación o pensamiento crítico. Se trata de una historia de larga duración y algunos episodios traumáticos y de ruptura creativa, que funcionan como narrativas totalizadoras que restringen el repertorio geográfico social y científico del país andino. La geografía oficial, en lo sustantivo, fragmenta y reduce los saberes geográficos a una serie de prácticas descriptivas e inanimadas, sin sujetos ni contradicciones fundamentales, pero siempre muy recreativas y funcionales al uso normativo del espacio absoluto de quienes producen y parasitan del Estado y su lógica capitalista.
Si bien el proceso constituyente traspasó creativa, parcial y rupturistamente esas geografías nacionalistas y coloniales a través de diversas trayectorias locales y movimientos territoriales profundamente legitimados por sus prácticas y memorias de lucha. En lo estructural, aún se limita eficazmente el potencial político de múltiples saberes geográficos, principalmente de agendas desde abajo y con una proyección científica de sentido transformador.
Parte de ese problema arranca del propio inventario republicano y sus primeros ordenes constitucionales. En efecto, sí, por un lado, la tarea fundacional de instituir un territorio nacional pauteaba el entendimiento de la geografía como una memoria estática, romántica y aparentemente deshumanizada por la especificidad de las condiciones naturales y provinciales, siempre sublimes y liberalizadoras para la agencia nacional -léase la construcción imaginaria del Valle Central, La Cordillera, El Mar, El Desierto o La Patagonia-. Por otro, la geografía fue una herramienta útil que contribuía a la conquista y control del espacio absoluto y, por ende, ampliaba la configuración de una particular dominación estatal que operaba como malla oficial de fronteras internas.
Este dispositivo proveía capacidades de vigilancia y control sobre el conjunto de comunidades y pueblos que coexistían política y diferenciadamente antes de la imposición militar de fines del siglo XIX. De esa manera, cada uno de los avances científicos de la geografía, originados desde ese momento constitucional fundacional y desplegados durante el siglo XX, sutilmente, fueron incorporados a la tecnología política del Estado y su proyecto territorial unitario. No obstante, a modo general, la geografía se entendió como un emblema de la descripción o una orbita de conocimientos de la superficie terrestre y sus desplazamientos, sin develar sus proyecciones geopolíticas más fundamentales, como recalca en Geografía, un arma para la guerra el geógrafo francés, Ives Lacoste. Contradictoriamente, así, emerge el proceso constituyente actual sin que reconozcamos con mediana exactitud los diferentes usos del saber geográfico en la política o como la geografía se incorporó en la agenda de quienes usufrutuaron la unidad nacional como práctica de gobierno. Lo que implica, entre otros asuntos, que carecemos de informaciones que nos orienten sobre el acumulado de operaciones técnicas y políticas del cual fue sometida la geografía en los momentos constitucionales y, en particular, durante su penúltimo examen: la dictadura. Un examen sombrío, arduo y sistemático que, sin embargo, activó gran parte de la actual estructura territorial y las escuelas geográficas del país.
Y es que en la historia de Chile existen pocos momentos tan trascendentales como los vividos entre 1973 y 1985 en lo que se refiere a producción de fronteras internas. Se trató, pues, de una serie de cambios en la estructura administrativa y territorial del Estado que se prolongarían por más de una década y que tendrían diversos desdoblamientos en la forma y jerarquía de resolver los conflictos territoriales hasta la actualidad. Por primera y única vez, la malla territorial del país fue evaluada íntegramente, configurando una coreografía institucional acorde a los requerimientos estructurales del nuevo patrón de acumulación y, por consecuencia, distinta al antiguo régimen constitucional que daba soporte al conjunto de iniciativas populares y productivas que incursionaba el gobierno de Allende.
En efecto, las 13 Regiones, 51 Provincias y 336 Comunas impulsadas oficialmente como fronteras internas dieron vida a un ordenamiento territorial constitucional diferente, que prácticamente ha pasado incólume durante dos décadas de gobiernos democráticos, sin cuestionar sus lógicas y fundamentos, en circunstancias que se estableció en momentos de dramáticas persecuciones políticas que viabilizaron una depuración de la vida pública en claves autoritarias, conservadoras y con un fuerte y sostenido desprecio a los derechos fundamentales. Un origen violento produjo así un Estado territorial totalizador o hipercentralizado, que no incorpora ningún tipo de disidencia, negociación o mecanismo de deliberación de las unidades territoriales de menor jerarquía del sistema. Esa estructuración técnicamente autoritaria, en cierta medida, puede explicarse a que sistemática y rigurosamente cada uno de los recortes de Regiones, Provincias y Comunas fue definido por un estricto cuerpo de oficiales de Estado Mayor y especialistas de la administración pública, el derecho y la geografía fundamentalmente, todos afines al régimen, quienes rendirían constantemente informes al general Pinochet y la Junta de Gobierno para decidir cuales serían las fronteras internas del nuevo territorio nacional.
La malla territorial del país así fue proyectada a partir de un saber político-espacial estratégico -asesoría de Estado Mayor- que en el transcurso del proceso también modificó cautelosamente el régimen de prácticas geográficas y dispositivos científicos de la geografía. Con efecto, finas y complejas elaboraciones geográficas calculados espacialmente durante el periodo autoritario recrearían sutilmente el funcionamiento de las estructuras administrativas interiores y las mallas de formación geográfica de las universidades, dando nuevas codificaciones, localizaciones y técnicas, que producirían geógrafos y geógrafas con un particular sentido de respeto y continuidad a la institucionalidad heredada. Es contradictorio el papel de la renovación geográfica chilena porque mientras en las principales sedes del pensamiento geográfico occidental se debatía y tensionaba a partir de diálogos abiertos con el marxismo, el feminismo y otros movimientos de diversa índole política y social -entre la década de 1970 a 1980-, en Chile la geografía se actualizaba a través de la puesta en marcha de oficinas de gobierno que llevaban invisible pero eficazmente el emblema patrio de una “verdadera geografía” operativa del Estado.
“Es deber de todo buen chileno preocuparse de conocer lo mejor posible la historia de nuestro país, tan certeramente descrito por Ercilla en su inmortal obra “La Araucana”, pero es deber ineludible además conocer las realidades geográficas de nuestro peculiar país”, destacacaban las autoridades en 1976. Y afirmaban: “creemos que este ha sido otro de los grandes méritos del Proceso de Regionalización que impulsa CONARA, con el apoyo decidido de S.E. el Presidente de la República, ya que este proceso ha obligado a académicos, universitarios, escolares, profesionales y padres de familia a repasar y actualizar sus conocimientos geográficos de nuestro interesante territorio y mar de Chile” (CONARA, 1976, p. 164). Robustecida por una malla territorial jerarquizada y con mayores recursos públicos que permitiría un funcionamiento en red nacional-regional-municipal, nació así una geografía parcialmente distinta a sus versiones anteriores. Una profesionalización del saber geográfico que debía acompañar y robustecer el diseño territorial del régimen, mejorando las capacidades de control del Estado central para la distribución de recursos públicos regionales y municipales y la puesta en marcha de negocios y concesiones privadas en cada uno de los rincones geográficos de sur a norte. No obstante, en el núcleo intimo del poder del régimen y la capital del país, la geografía extendería su función histórica como inventario republicano de la continua y persistente conquista y control del espacio absoluto u oficial. Esta vez, bajo nuevas mediciones y estándares de oficialidad y cientificidad como destacaría el propio Pinochet en la colección Geografía de Chile publicada por el Instituto Geográfico Militar en 1983. La geografía como práctica científica o fundamento epistemológico, ante todo, debía estar “al alcance del inversionista, el poder público, la empresa privada y las diversas instituciones educacionales, que tienen la responsabilidad formadora de quienes darán nuevos impulsos a la Nación”, ya que, siguiendo a Pinochet, la geografía se circunscribía a “todo aquel ciudadano interesado en el conocimiento del espacio y de las variables que sobre él interactúan, considerando los transcendentales cambios experimentados en el presente, por la activación y adecuación del marco socioeconómico y, sobre todo, por aquellas políticas y normas que enmarcan la conducción renovadora que se lleva adelante” (Pinochet, 1983, p. 7).
En la práctica la nueva demarcación de fronteras internas y la definición constitucional de sus dispositivos internos significó la naturalización de un régimen territorial de intereses ultra-capitalistas, conservadores y autoritarios que, junto a otros factores, condicionó y posibilitó el repertorio de la política a los vaivenes del neoliberalismo. Una geografía de lo público que limitó estructuralmente las capacidades de otras agencias ancladas al proceso de politización y democratización anterior que encabezó la Unidad Popular y que luego del golpe continuarían como expresiones políticas de la oposición y disidencia en tanto movimientos sociales y poblacionales. “La realidad es que la agrupación de las provincias en regiones y la redistribución del poder administrativo y económico a lo largo del territorio harían desaparecer a muchos intermediarios inútiles y eliminarían la influencia puramente política para asuntos que requieren soluciones técnicas, directas y en el terreno”, sentenciaba El Mercurio, el 5 diciembre 1973.
Análoga al proceso de despolitización de la sociedad chilena, la geografía también reivindicaría su condición de ciencia objetiva, neutral y garante de conocimientos limpios de agendas politizadoras. Sin embargo, interna y logísticamente sería reproductora de las estructuras y tecnologías de gobierno instaladas por la nueva división político-administrativa y su particular comprensión del “espacio ciudadano” de la Geografía de los Estados Mayores y las estratagemas del propio Pinochet. Se impondría así una geografía aparentemente más rigurosa en lo técnico y la cuestión pública-privada, que, al mediano y corto plazo y junto con un ejército de profesionales de las más diversas áreas, daría operación a la nueva institucionalidad del país.
No obstante, y a pesar del incuestionado repertorio republicano y profesionalizante de la conquista y control del espacio oficial de las fronteras internas, la geografía actual atraviesa un momento de ruptura e imaginación de otros ordenes constituyentes más amplios y sensibles a los históricos traumas y vejaciones del orden por desposesión y colonial decimonónico. Cientos de geógrafos y geógrafas comprometidos con su presente, en sus puestos públicos, municipales o incluso privados, o al calor de colectivos, agrupaciones de estudios y militancias en situ han dado mayores maniobras al dispositivo de la movilización creativa. Lingüística y geográficamente una nueva frontera de experiencias y objetivos se agrupa y articula junto a otras formas de agencia política. Para la activación de esas otras geografías sin duda habrá múltiples tareas, entre las cuales, destaca el análisis crítico de la arena de cálculos e intereses antagónicos en que se proyectó el territorio nacional durante las últimas décadas, sobre todo, sus formas de reproducción material y simbólica en tanto rituales oficiales o prácticas de la vida cotidiana. De ese modo podremos ampliar terrenos donde tentativamente se asiente una geografía constituyente deliberante y soberana que realmente limite y reinvierta la circulación de los dispositivos centralistas y neoliberales extendidos en el funcionamiento interno de cada una de las estructuras estatales, ya sea nacionales, regionales, provinciales o comunales.
Si la dictadura cívico-militar reestructuró radicalmente la malla territorial del país a partir de un complejo y fino cálculo entre autoritarismo, geopolítica y privatización que entendió la construcción de fronteras internas como una estrategia conscientemente espacial de un cierto tipo de gobierno o tecnología política acorde a las transformaciones en curso. Los y las actuales constituyentes debiesen plantearse un cálculo ecológico, democratizador y productivo a largo plazo del régimen territorial del país. Un programa productor/traductor del funcionamiento coexistente de las unidades territoriales, que pueda desdibujar los actuales límites y fronteras, restringiendo los enclaves autoritarios y decimonónicos, pero, sobre todo, abriendo y creando otros dispositivos técnicos, comunitarios y deliberantes, acordes al proceso constituyente que aspira a la constitución de derechos colectivos y territoriales. “No existe una regionalización mejor que otra, en términos absolutos. Una determinada regionalización puede o debe ser cambiada, en el transcurso del tiempo, si ha dejado de prestar utilidad como instrumento, sea porque se han variado los objetivos originales que la fundamentaron o porque se haga inadecuada para administración territorial”, sostenía El Mercurio, el 18 de febrero de 1974. Redescubrir esas geografías totalizadoras para reinvertirlas en prácticas políticas alternativas, es precisamente una de las tareas estratégicas de la Convención.
De la capacidad de movilizar diferentes trayectorias conquistadas, desde el fortalecimiento de puentes entre prácticas colectivas y académicas, se juega la posibilidad de construir una geografía soberana y críticamente constituyente. Se trata de construir diálogos permanentes con la coyuntura política y territorial del país, donde inexcusablemente, sea el calor de las propias contradicciones y el esfuerzo por responder a esos desafíos estructurales, el origen y la emergencia de una geografía de la cooperación y la apropiación constitucional, no ajena a sus diferentes caminos y experiencias transformadoras, todas válidas, independiente de sus escalas, influencias o localizaciones.
Tal como destaca lucidamente la convencional Carolina Vilches, representante del distrito 6, militante de MODATIMA y única geógrafa de la Convención: “Hemos puesto en relieve la descentralización como eje primordial de esta lucha que pretende entregar dignidad a todas y todos que habitamos Chile, instando a resaltar la diversidad del país y descomponer el país centralizado que ha representado históricamente la capital unitaria de Santiago de Chile” (Le Monde Diplomatique, Chile, septiembre 2021). En ese sentido sería provechoso que las y los constituyentes exploren y desborden los fundamentos de las actuales fronteras internas como una estrategia de gobiernos territoriales deliberantes y participativos y, de esa manera, proyecten el conjunto de contradicciones y posibilidades que implica la construcción de un nuevo régimen territorial. Descentralizar compromete necesariamente el funcionamiento y la distribución del orden geográfico de lo público y el sistema territorial de partidos políticos, es decir, implica una revisión profunda de la geometría del poder del Estado y su más amplio funcionamiento orgánico en cuanto régimen jurídico de lo económico y lo político donde se proyecta la soberanía del país.
Un nuevo pacto geopolítico constitucional así involucra un accionar geográfico que cuestione todas las posiciones posibles y más aún, permita profundizar alternativas reales del funcionamiento público con deliberación territorial, donde sean convocadas y protagonizadas todas aquellas prácticas y contradicciones que espacial e históricamente fueron omitidas, invisibilizadas y reprimidas por los ordenes constitucionales anteriores. Se trata de una geografía de la transformación reflejada en la simultaneidad y coexistencia de múltiples naciones y ordenes espaciales que permitan el encuentro de seres humanos, especies y organismos llevados a sus máximas posibilidades de bienestar, reciprocidad y convivencia colectiva, sin el cálculo ominoso de una agenda capitalista conservadora y autoritaria.